Cuando éramos chicos la única idea de la sed que teníamos, era la biológica. Cuestión entonces de ir a la canilla, dejar correr un poco el agua para que se refrescara y saciarla con un vaso.
Las después llamadas “gaseosas” sólo se tomaban en las fiestas y tampoco era cuestión de estar todo el día abriendo la heladera.
Más adelante, ya en el colegio primario, nos enseñaron que los próceres tenían sed de justicia.
Y, aunque al final nos fuimos enterando de que la mayor parte de ellos era menos prócer de lo que nos decían, la idea era que habían destinado la vida a lo mejor para la Patria y que eso requería una justicia proba, insobornable, pero igualmente generosa.
El correr de la vida, y particularmente lo visto en los últimos tiempos, nos vino a mostrar que hay muchos que sufren una acuciante sed de venganza.
Esa sed va ocupando progresiva, obsesivamente, todo su espíritu y -a diferencia de las anteriores formas- es insaciable.
Tal es la sed que aqueja a las madres y abuelas de la Plaza de Mayo, tal la que enferma a la cabeza del gobierno.
Las primeras perdieron a sus hijos o a los hijos de sus hijos porque sus hijos eran militantes.
Y más allá del comprensible dolor que eso significa bajo cualquier circunstancia, lo lógico hubiera sido que los reivindicaran como héroes, no como víctimas.
Sólo así hubieran podido ponerlos en un lugar apreciable y no degradarlos como si hubieran sido infradotados.
Pero la mayor parte de esas mujeres desesperadas sabe bien que fueron ellas mismas y sus familias quienes empujaron a los hijos a una guerra comandada desde Rusia y Cuba, y enfocada mucho más contra la tradición de la patria que contra una injusticia social con la que, multiplicada por mil, conviven hoy hipócritamente.
Se saben culpables y no se perdonan.
La sed de venganza así engendrada no va a ceder jamás.
El problema de la cabeza del gobierno -me refiero sobre todo al ex presidente y a su subordinada mujer- es, a mi juicio, ligeramente distinto.
Sospecho con toda la fuerza de la intuición que un militante de segunda línea, como fue él, debe quedar para siempre con la conciencia oscurecida por su actitud de escapar en busca de fortuna en negocios de orden usurario, mientras otros más valientes morían por la causa que él apenas proclamaba.
Su innegable relación con los gobiernos de esos tiempos ha de volver a pesarle bajo quién sabe cuán distintas formas y con qué desequilibrantes imágenes.
La sed de borrar todo eso por medio de la venganza tampoco va a ceder nunca.
En ambos casos, la cargada conciencia hace que sólo miren para atrás.
Y la poca justicia que si fueran libres pudieran ejercer, se vuelve vicio porque se alimenta sólo de rencor.
Por lo demás, es lógico que no quieran mirar para adelante porque, si todo sucede como ellos empujan a que suceda, el país del que hoy son responsables -aunque vivan echando culpas al pasado- promete más y más caída.
Generaciones que nunca conocieron el buen trabajo, sin educación o educadas falsamente, empujadas al consumo y a los pequeños vicios, concentradas en sus imaginarios derechos y no en sus reales deberes, sometidas por insuficiencia institucional al arbitrio oligárquico y/o extranjero.
Y, al final, gracias al desorden moral de la sociedad que han fomentado más que nadie, un mundo de fuertes amazonas homosexuales (porque los maricones van a ir desapareciendo antes por debilidad) que clonarán a sus pobres hijos sin padres.
Porque así lo va a dictar su diosa biología si se la deja seguir insistiendo en la línea del pecado original.
Sin embargo, para esperanza de los hombres, hay otra sed.
La sed de Dios.
Ella va seguramente a iluminar a esta Patria, bien nacida hace mucho más de doscientos años.
Hugo Esteva
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