domingo, 20 de junio de 2010

MANUEL BELGRANO


Manuel Belgrano (1770-1820)

En el libro parroquial de bautismos de la Iglesia Catedral de Buenos Aires, iniciado en el año de 1769 y concluido en el de 1775, se lee al final de la página 43:

“En 4 de junio de 1770, el señor doctor don Juan Baltasar Maciel canónigo magistral de esa santa iglesia Catedral, provisor y vicario general de este obispado, y abogado de las reales audiencias del Perú y Chile, bautizó, puso óleo y crisma a Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús, que nació ayer 3 del corriente: es hijo legítimo de don Domingo Belgrano Pérez y de doña Josefa González: fue padrino D. Julián Gregorio de Espinosa”.

Nació nuestro héroe, cuarenta años antes de la gran revolución que lo inmortalizó y a la que sirviera con abnegación ejemplar.

Manuel Belgrano fue el cuarto hijo de un matrimonio que tuvo ocho varones y tres mujeres.

El padre, Domingo Belgrano y Peri, había llegado al Plata en 1751.

Era genovés. En Buenos Aires prosperó; obtuvo la naturalización; integró el núcleo de comerciantes importantes; se casó en 1757 con doña María Josefa González Casero -de antiguo arraigo en la ciudad-, y dio a su numerosa familia, educación esmerada y vida cómoda.

Los hijos correspondieron a la solicitud de los padres: sirvieron al Estado en la milicia, en la administración o el sacerdocio, con dedicación y brillo.

Quebrantos financieros en los últimos años de su vida -murió en 1795- motivados por un proceso en el cual se vio implicado sin razón, le crearon situaciones difíciles.

Los hijos se hicieron cargo de las obligaciones pendientes, al abrirse la sucesión. Y la gloria de su cuarto vástago arrancó para siempre del anónimo a este esforzado comerciante ligur que tuvo confianza en la generosa tierra del Plata.

Sus comienzos

Belgrano cursó las primeras letras en Buenos Aires.

En el Colegio San Carlos, bajo la dirección del Dr. Luís Chorroarín, estudió latín y filosofía, acordándosele el diploma de licenciado en esta última disciplina el 8 de junio de 1787, cuando ya se encontraba en España adonde lo había enviado su padre para instruirse en el comercio.

Sin embargo, fue en la Universidad de Salamanca, donde se matriculó, graduándose de abogado en Valladolid en 1793. Poco ha contado Belgrano de su paso por las aulas peninsulares.

Más le interesaron las nuevas ideas económicas, las noticias de Francia y su revolución – filtradas a pesar de la rigurosa censura -, las discusiones de los cenáculos madrileños donde se hablaba de los fisiócratas – mágica palabra – y hacían adeptos Campomanes, Jovellanos, Alcalá GaIiano.

Conoció la vida de la Corte, viajó por la Península, leyó a sus autores predilectos en francés, italiano e inglés; cultivó, en fin, su espíritu.

Cercana la hora del regreso recibió a fines de 1793 una comunicación oficial en la que se le anunciaba haber sido nombrado Secretario perpetuo del Consulado que se iba a crear en Buenos Aires.

En febrero de 1794 se embarcó para el Plata. Iniciaba, así, a los veinticuatro años de edad, su actuación pública. Hasta su hora postrera, estaría consagrado a servir a sus compatriotas.

Apoyó la creación de establecimientos de enseñanza, como las Escuelas de Dibujo y de Náutica. Redactó sus reglamentos, pronunció discursos, alentó las vocaciones nacientes y trató de dar solidez a estas escuelas, prontamente anuladas por la incomprensión peninsular.

Halló todavía tiempo para traducir un libro de Economía Política, redactar un opúsculo sobre el tema, contribuir a la fundación del “Telégrafo Mercantil”,. e interesar a un grupo de jóvenes que como él deseaba lo mejor para su patria, en los principios fundamentales de la economía política.

No descuidó, sin embargo, su tarea específica de secretario del Consulado, donde, detallada y cuidadosamente, redactaba las actas. Durante una década – agitada ya por fermentos e inquietudes — se preparó para manejar a los hombres y encauzar los acontecimientos.

El primer cañonazo del invasor inglés – que precipitó los hechos- alejará a Belgrano de su bufete, para lanzarlo a la acción.

Actitud durante las Invasiones Inglesas

El 27 de junio de 1806 fue un día de luto para Buenos Aires. Bajo un copioso aguacero desfilaron hacia el Fuerte los 1.500 hombres de Beresford, que abatieron la enseña real, mientras el virrey Sobremonte marchaba, apresurado, hacia Córdoba.

Belgrano – capitán honorario de milicias urbanas – había estado en el Fuerte para incorporarse a alguna de las compañías que se organizaron y que nada hicieron, luego, para oponerse al invasor.

“Confieso que me indigné; me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo en tal estado de degradación que hubiera sido subyugada por una empresa aventurera, cual era la del bravo y honrado Beresford, cuyo valor admiro y admiraré siempre en esta peligrosa empresa”.

Días más tarde los miembros del Consulado prestaron juramento de reconocimiento a la dominación británica.

Belgrano se negó a hacerlo, y como fugado, pasó a la Banda Oriental, de donde regresó, ya reconquistada la ciudad, aunque habían sido sus propósitos participar en la lucha popular.

Belgrano militar

Al organizarse las tropas para una nueva contingencia, Belgrano fue elegido sargento mayor del Regimiento de Patricios.

Celoso del cargo, estudió rudimentos de milicia y manejo de armas, y asiduamente cumplió con sus deberes de instructor.

Cuando quedó relevado de estas funciones fue adscripto a la plana mayor del coronel César Balbiani, cuartel maestre general y segundo jefe de Buenos Aires.

Como ayudante de éste, actuó Belgrano en la defensa de Buenos .Aires.

A comienzos de 1815, Manuel Belgrano abandona completamente sus funciones militares y es enviado a Europa, junto a Rivadavia y Sarratea, en funciones diplomáticas.

Conoce allí al célebre naturalista Amado Bonpland, y lo convence de venir a América, a estudiar la naturaleza y el paisaje de estas regiones.

También se destacará como diplomático, desarrollando una importante labor propagandística, cuya finalidad es que la revolución sea reconocida en el Viejo Continente.

Propuesta monárquica

Regresa al país en julio de 1816 y viaja a Tucumán para participar de los sucesos independentistas, donde tiene un alto protagonismo.

Tres días antes de la declaración de la Independencia (9 de julio de 1816), declama ante los congresistas e insta a declarar cuanto antes la independencia.

Propone una idea que contaba con el apoyo de San Martín: la consagración de una monarquía: “Ya nuestros padres del congreso han resuelto revivir y reivindicar la sangre de nuestros Incas para que nos gobierne.

Yo, yo mismo he oído a los padres de nuestra patria reunidos, hablar y resolver rebosando de alegría, que pondrían de nuestro rey a los hijos de nuestros Incas.”

No obstante, la propuesta monárquica de Belgrano no prospera, dado que habían corrido rumores de que incluía la cesión de la corona a la casa de Portugal.

Más tarde, Belgrano seguirá desarrollando una ardua actividad político-diplomática: por ejemplo, será el encargado de firmar el Pacto de San Lorenzo con Estanislao López que, en 1919, pondrá fin a las disputas entre Buenos Aires y el litoral.

Además, volverá a encabezar el Ejército del Norte, en el cual, gracias a la fama que gozaba entonces como jefe y patriota, será vivamente admirado por la tropa.

Sus últimos días

Aquejado por una grave enfermedad que lo minó durante más de cuatro años, y todavía en su plenitud, el prócer murió en Buenos Aires el 20 de junio de 1820, empobrecido y lejos de su familia.

Si bien no se casó, de sus amores con una joven tucumana nació su hija, Manuela Mónica, que fuera enviada por su pedido a Buenos Aires, para instruirse y establecerse.

También tuvo un hijo con María Josefa Ezcurra. Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra, hermana de María Josefa, adoptan al pequeño, que pasa a llamarse Pedro Rosas y Belgrano.

Sólo un diario, “El Despertador Teofilantrópico” se ocupó de la muerte de Belgrano, para los demás no fue noticia.

Culminaba así una vida dedicada a la libertad de la Patria y a su crecimiento cultural y económico.

En este sentido, se destaca de Belgrano que fue el promotor de la enseñanza obligatoria que el virrey Cisneros decretó en 1810.

Se destaca también su labor como periodista (después de su actuación en el Telégrafo Mercantil), creó el Correo de Comercio, que se publicó entre 1810 y 1811, y en el cual se promovió la mejora de la producción, la industria y el comercio); y como fundador de la Escuela de Matemáticas (en 1810, costeada por el Consulado), y de la Academia de Matemáticas del Tucumán, que en 1812 instauró para la educación de los cadetes del ejército.

La Bandera Nacional

Belgrano es el creador de la bandera “azul y blanca” y no la “celeste y blanca” que impusieron Sarmiento y Mitre. La bandera, creada en Rosario el 27 de febrero de 1812 por Belgrano inspirada en la escarapela azul-celeste del Triunvirato, debido al color de la heráldica, que no es azul-turquí ni celeste sino el que conocemos como azul.

Nada tuvo que ver el color del cielo con que nos quisieron convencer. El Congreso sancionó la ley de banderas el 25 de enero de 1818 estableciendo que la insignia nacional estaría formada por “los dos colores blanco y azul en el modo y la forma hasta ahora acostumbrados”.

Tampoco fueron “celeste y blanca” las cintas que distinguieron a los patriotas del 22 de mayo, sino que eran solamente blancas o “argentino” que en la heráldica simboliza “la plata”.

Fueron solamente blancas.

La cinta azul se agregó como distintivo del Regimiento de Patricios.

Pero tampoco era celeste, sino tomados del azul y blanco del escudo de Buenos Aires.

Azul y blanca fue la bandera que flameó en el fuerte de Buenos Aires, en la Batalla de Ituzaingó durante la guerra con Brasil, y en la guerra del Paraguay. En 1813, José Gervasio de Artigas le agregaría una franja colorada (punzó) cruzada para distinguirse de Buenos Aires sin desplazar la “azul y blanca”.

La bandera cruzada fue usada en Entre Ríos y Corrientes.

La cinta punzó fue adoptada por los Federales, mientras los Unitarios, para distinguirse, usaron una cinta celeste, y no el azul de la bandera.

Cuando Lavalle inició la invasión “libertadora” contra su patria (apoyado y financiado por Francia) también uso la bandera “celeste y blanca” para distinguirla de la nacional. …..

“ni siquiera enarbolaron (los libertadores) el pabellón nacional azul y blanco, sino el estandarte de la rebelión y la anarquía celeste y blanco para que fuese más ominosa su invasión en alianza con el enemigo” (Coronel salteño Miguel Otero en carta Rufino Guido, hermano de Tomas Guido, el 22 de octubre de 1872. Memorias. ed. 1946, pág. 165).

Juan Manuel de Rosas, para evitar que al desteñirse por el sol, se confundiera con la del enemigo, la oscurece más, llevándola a un azul-turquí.

¿Por qué Rosas eligió el azul turquí? Por varias razones: porque el “azul real” es más noble y resiste por más tiempo, al sol, a la lluvia, etc.

Rosas pensó que el color argentino era el azul, porque así lo estableció el decreto de la bandera nacional y de guerra del 25 de febrero 1818, y también porque el celeste siempre fue el color preferido de liberales y masones.

Fue la bandera que, sin modificarse la ley flameó en el fuerte, en la campaña al desierto (1833 – 1834) en el Combate de la Vuelta de Obligado y en Batalla de la Angostura del Quebracho (1845 – 1846), y la misma que fue saludada en desagravio por el imperio ingles con 21 cañonazos.

El 23 de marzo de 1846 Rosas le escribió al encargado de la Guardia del Monte, diciéndole que se le remitiría una bandera para los días de fiesta, agregando que “…

Sus colores son blanco y azul oscuro con un sol colorado en el centro y en los extremos el gorro punzo de la libertad.

Esta es la bandera Nacional por la ley vigente. El color celeste ha sido arbitrariamente y sin ninguna fuerza de Ley Nacional, introducido por las maldades de los unitarios.

Se le ha agregado el letrero de:

¡Viva la Federación! ¡Vivan los Federales Mueran los Unitarios!”.

La misma bandera se izó en el Fuerte de Bs. As. el 13 de abril de 1836 al celebrarse el segundo aniversario del regreso de Rosas al poder.

La misma bandera que Urquiza le regala a Andrés Lamas y que hoy se conserva en el Museo Histórico Nacional de Montevideo.

Rosas, quiso que las provincias usaran la misma bandera y evitaran el celeste, y con ese propósito mantuvo correspondencia, entre otros, con Felipe Ibarra, gobernador de Santiago del Estero, entre abril y julio de 1836.

“Por este motivo debo decir a V. que tampoco hay ley ni disposición alguna que prescriba el color celeste para la bandera nacional como aun se cree en ciertos pueblos.” (José Luis Busaniche)

“El color verdadero de ella porque está ordenado y en vigencia hasta la promulgación del código nacional que determinará el que ha de ser permanente es el azul turquí y blanco, muy distinto del celeste.”

Y le recordó que las enseñas nacionales que llevó a las pampas y la del Fuerte, tenían los mismos colores, y que las mismas banderas para las tropas fueron bendecidas y juradas en Buenos Aires.

Rosas usó la azul y blanco y le adicionó cuatro gorros frigios en sus extremos, según Pedro de Angelis, en honor a los cuatro acontecimientos que dieron nacimiento a la Confederación Argentina: el tratado del Pilar del 23 de febrero de 1820 (que adoptó el sistema Federal), el Tratado del Cuadrilátero (de amistad y unión entre Bs. As y las provincias), la Ley Fundamental de 23 de enero de 1825 (que encargó a Bs. As. las relaciones exteriores y la guerra) , y el Pacto Federal del 4 de enero de 1831 (creación de la Confederación, a la que se adherían las provincias).

Derrocado Juan Manuel de Rosas, Sarmiento adopta el celeste unitario en vez del azul de la bandera nacional.

En su “Discurso a la Bandera” al inaugurar el monumento a Belgrano el 24 de septiembre de 1873 señaló a la enseña de la Confederación como un invento de bárbaros, tiranos y traidores, y en su Oración a la Bandera de 1870, denigra la “blanca y negra” del Combate de la Vuelta de Obligado diciendo además que “la bandera blanca y celeste

¡Dios sea loado! no fue atada jamás al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra”.

Mitre se basa en el “celeste” basándose entre otros argumentos en un óleo de San martín hecho en 1828, como si el color adoptado por un artista fuera argumento suficiente.

El general Espejo, compañero de San Martín, en 1878 publicaba sus Memorias y recordaba como azul el color original de la bandera de los Andes conservada desteñida en Mendoza.

Pero Mitre lo atribuyó a una “disminuida memoria del veterano”.

En 1908, ante la confusión existente y a pedido de la Comisión del Centenario, se estableció el color azul de la ley 1818 para la confección de banderas.

Sin embargo, siguió empleándose el celeste y blanco, en lugar del la gloriosa “azul y blanca” La misma bandera que acompaño a San Martín en su gloriosa gesta y la misma que acompaño los restos del propio Juan Manuel de Rosas en Southampton.

Fuente
Antook – Manuel Belgrano (2007).
Corvalán Mendhilarzu, Dardo: “Los Colores de la Bandera Nacional”. Hist. de la Nac. Arg.
Educar
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Fernández Díaz, Augusto: “Origen de los Colores Nacionales”. Revista de Historia, Nº 11.
HT (Hijo ‘e Tigre) – La Bandera Nacional.
Ramallo, Jorge María: “Las Banderas de Rosas”. Rev. J. M. de Rosas, N’ 17.
Ramirez Juárez, Evaristo: “Las Banderas Cautivas”.
Rosa, José María – Historia Argentina.

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