jueves, 28 de enero de 2010

FATIGATI, CULTO A LA LEALTAD

HISTORIAS DEL PENSAMIENTO POLÍTICO NACIONAL
culto a la lealtad

“Quédense tranquilos, estoy preso no por robar sino por principios”, decía el General Ernesto Genaro Fatigati, luego de la revolución que derrocó al General Juan Domingo Perón.
Hasta ese momento, había sido uno de los más acérrimos defensores del gobierno constitucional.
Un rasgo que puso de manifiesto en muchas oportunidades, especialmente durante el golpe de 1951, en los acontecimientos del 16 de junio de 1955 y en los que llevarían a la caída del líder justicialista.

Un hecho fortuito los había relacionado por primera vez.
Loco por los deportes, el joven Ernesto Fatigati era teniente y jefe de sección de la 1ra Compañía del Regimiento 4 de Infantería, en Campo de Mayo.
En una oportunidad estaba de civil mirando una vidriera de un negocio de ventas de artículos deportivos, cuando se puso a su lado un oficial de uniforme con las mismas intenciones.
Él, de menor rango, se dio a conocer.
Era el Mayor Perón.
A los pocos minutos y luego de contemplar el escaparate, vio que éste se había dado vuelta para mirar una obra en construcción, mientras le comentaba:
‘Mire a ese obrero allá arriba en el andamio…Si se cae y muere o queda inválido, ¿qué será de él y de su familia?’, fue un comentario que lo impactó y recordó siempre.
Algo sabía de él.
Había escuchado su nombre en los fogones cuarteleros muy comunes en esos tiempos.
Sobre todo, en un torneo interfuerzas de boxeo que ganó un oficial y al que todos conocían por su técnica boxística.
Era tan bueno, decían los entendidos, que era uno de los pocos que había aguantado tres rounds al Capitán Perón, destacado como excelente pugilista.
EL PROPIO General Perón coloca al Coronel Fatigati la medalla por su acción de 1951.

El perfil de un jefe
El 7 de septiembre de 1907 el barrio del Abasto vio nacer a Fatigati.
Más tarde, sus padres se mudaron a Villa Crespo (llamado Monte Dinero en ese momento) y a El Palomar.
Tenía un hermano y dos hermanas.
De chico le gustaban las bandas militares.
Tanto fue así que en agosto de 1924 la vocación lo llevó a ingresar como cadete en el Colegio Militar de la Nación, que funcionaba en el actual Liceo General San Martín.
Dos años más tarde, a los 19 y listo para cursar el tercer año, un hecho desgraciado lo marcó.
Durante un ejercicio perdió casi toda la mano derecha a causa de la explosión de una granada.
Le quedó despedazada sin el pulgar y con tres dedos cortados por la mitad.
Cuando todos pensaban que su carrera había terminado, superó la previsible baja por la entereza que mostró durante el suceso y en su recuperación.
Hasta mereció una citación en el orden del día del instituto.
Su primer destino fue el Regimiento de Infantería 6, en Mercedes, Buenos Aires.
Con sus subordinados mantuvo una relación distintiva. “Cuando era subteniente se llevaba a su casa a dos o tres soldados que no tenían familia y estaban solos cumpliendo con el servicio militar, para pasar el franco del fin de semana.
También los invitaba al cine.
Mi abuela les daba de comer y cuando fue director de la Escuela de Infantería se sentaba en cualquier mesa del comedor de tropa para saber si el rancho estaba bien”, dice su hijo Ernesto.
“Hasta legó una obra social para oficiales, suboficiales y soldados para tener acceso a vestimenta y comida”, agrega.
Hacía gala de una melodiosa voz.
Cantaba tangos y óperas.
Sus contemporáneos recuerdan que no hablaba a los gritos.
Era famoso porque se dirigía a los 1.500 cadetes del Colegio Militar sin micrófono.
Lo apodaban Ojo de águila por la capacidad de distinguir en la lejanía a un cadete mal parado o con su uniforme en deficientes condiciones.
Alto, delgado, experto tirador, fue campeón del Ejército, en 1934 y cosechó numerosas copas en toda clase de torneos.
Disparaba con la mano izquierda o cuando se trataba de tiro con pistola, con el muñón del anular derecho.
En la Asociación Tiro al Segno ostentaba el récord de colocar 295 centros sobre 300 en silueta olímpica.

Horas difíciles
Desde el primer momento, Fatigati congenió con las ideas de Perón.
Sin embargo, fue denunciado dos veces por antiperonista.
Una, por no permitir identificaciones partidarias y el retrato de civil del líder justicialista dentro del cuartel.
Además, impuso un doble de castigo para los subordinados que se mostraran en ese ámbito obsecuentes con el gobierno.
Y en la segunda oportunidad, por su consideración con los detenidos del 16 de junio de 1955.
En ese momento y antes de reprimir a los rebeldes había reunido a sus hombres de la Primera División Motorizada y les dio a elegir.
“Nosotros salimos a defender al gobierno constitucional del General Perón y aquellos oficiales que no estén de acuerdo por sus ideas me comprometo en no hacerlos pasibles de ninguna sanción, pero se quedan en el cuartel”.
Todos lo acompañaron.
Y aquí el origen de la otra acusación.
Entre los marinos presos estaba el propio ministro de Marina, Contralmirante Aníbal Olivieri, con quien lo unía una afectiva relación de años.
Entonces, empezó a correr la voz de que iba a haber fusilamientos.
Por boca de Perón, Fatigati sabía que eso no era cierto.
Le dijo a Olivieri: “usted está incomunicado, pero hable con su familia desde mi despacho y déle la tranquilidad de que no los habrá”.

En la aciaga mañana del bombardeo a Plaza de Mayo, había movilizado a la unidad bajo su mando y cercado a los marinos rebeldes de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Tenía una obsesión, no quería que pasara lo mismo que el 4 de junio de 1943 cuando se produjo una situación similar y hubo un cruel enfrentamiento con muchos muertos.
Buscó convencer a su director, el Capitán de Navío Adolfo Cordeu, de que estaba rodeado y que depusiera las armas para evitar un inútil derramamiento de sangre.
Lo consiguió.
Luego marchó hacia el ministerio de Marina por el lado de Retiro, para reducir a sus ocupantes.
Tres meses más tarde, como jefe de la 1ra División de Ejército, le aseguraba a Perón que en 24 horas podía eliminar el foco subversivo de Córdoba.
No lo autorizó porque no pensaba en la magnitud de lo que se venía.
Hasta el propio General Eduardo Lonardi sabía del poderío de esa unidad que incluía a Palermo y Ciudadela y por eso había iniciado las acciones en aquella provincia. Lo demás es materia sabida.

Exilio y regreso
Con el golpe pidió el retiro voluntario.
Por supuesto, le fue concedido, pero quedó detenido.
Primero en el barco Granderos y luego en la unidad de Magdalena.
La idea era sacárselo de encima.
Los jefes militares, a muchos de los cuales conocía muy bien, insistieron en que debía irse del país.
Y como no aceptó, le ordenaron que podría quedarse siempre y cuando se fuera a más de 500 kilómetros de su último destino en la Capital.
“Agarró un compás y dijo: ‘¡Nos vamos a Necochea!’ y allá fuimos”, recuerda su mujer, Hilda Celia, con quien tuvo dos hijos, Ernesto y Ana María.
El camuflaje no sirvió
En 1956, durante el alzamiento del General Benjamín Menéndez, unos desconocidos fueron a buscar al Coronel Fatigati, Director de la Escuela de Infantería, hasta la puerta de su casa en El Palomar.
De dos autos bajaron con armas largas, lo encañonaron y lo llevaron preso a Campo de Mayo.
Un oficial de apellido Varela lo vigilaba con una pistola calibre 45 apoyada en su estómago (años más tarde, cuando era funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo, se presentaron dos militares retirados a pedirle audiencia y mirando a uno de ellos le dijo:
“Yo a usted lo conozco” y muerto de risa le recordó aquel episodio).
Lo pusieron en presencia de Menéndez.
Le explicó lo que pasaba y le preguntó si adhería o no a la revolución.
Ante su negativa, quedó detenido.
Lo confinaron en un colectivo con otros oficiales en su misma situación.
En un descuido y de madrugada, se escapó por una de sus ventanillas.
Cruzó un campo y detrás de donde estaba, vio una luz de un taller mecánico en la que estaba trabajando una persona.
Había un jeep.
Se lo pidió prestado y también un overol, se enchastró la cara con grasa para pasar desapercibido por los controles y se fue a la Escuela de Infantería para saber si estaban con la revolución o eran fieles al gobierno.
Cuando llegó, el guardia le hizo la venia y lo reconoció enseguida (no le sirvió de mucho el camuflaje) y el entonces segundo jefe, Coronel Brizuela, lo estaba esperando para salir a reprimir el golpe de Estado.
No sabían dónde estaba.
Salieron y lograron sofocar la sedición.
Eso le valió la condecoración Orden al Mérito Militar en grado de Gran Oficial.
Al enterarse del levantamiento de 1956, Fatigati se escapó por los techos de su casa de la ciudad balnearia.
Llegó a Buenos Aires, luego de manejar toda la noche, para ver al General Juan José Valle, uno de los líderes del movimiento y convencerlo de que no saliera porque la contrarrevolución estaba entregada.
“El General Valle le dijo que no podía, porque pensaba que no había defendido como correspondía al gobierno de Perón y se había comprometido ante su familia.
No logró convencerlo”, cuenta su esposa.
Luego del frustrado levantamiento y los fusilamientos que se sucedieron, agrega un dato relevante:
“Cuando mi marido fue a hablar con el General Osorio Arana le dijo:
‘Linda forma de administrar justicia, yo no hice nada y estoy preso’.
A lo que éste le contestó:
‘Quédese tranquilo, Fatigati, por suerte usted estaba adentro porque si no, estaría en la lista para ser fusilado’”.
Además la señora recuerda que, “era un caballerazo, muy moderado en sus expresiones.
Cuando hacía las cuentas de mi casa siempre me decía:
‘Negra, no te quejes porque hay gente que tiene mucho menos’. Era muy humano”.
En 1973, con el retorno de Perón, Fatigati asumió como interventor en Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), cargo en el que duró muy poco tiempo por diferencias con el entonces Ministro de Economía José Ber Gelbard; también fue gobernador de Santiago del Estero; vicepresidente segundo del Banco Nacional de Desarrollo (Banade); vicepresidente de la Cruzada de Solidaridad; presidente del tribunal de disciplina del Partido Justicialista y de la Comisión Nacional Permanente de Homenaje al Teniente General Peron.

Lauro S Noro

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